14.7.07

El espejo perfecto

Recuerdo que era viernes. La tarde estaba terminando y hacía calor. Asuntos que olvidé pero que en ese momento me urgían habían afectado mi humor. Por calmarme salí a caminar sin rumbo esperando encontrar alguien. Cargaba con mi mochila de telar hindú. Sentía profundo una falta pero no sabía de qué. Mientras caminaba trataba de averiguar qué me había hecho caer tan bajo. Nada me distraía y encima las parejitas de enamorados abrazándose me empezaban a poner reloco.
Era entrada la noche cuando me hallé frente a un edificio que, por sus grandes ventanales de aluminio en la entrada, ofrecía la luz del hall a la oscuridad de la calle. Acaso por el frío, acaso por el orden y la calma que la disposición del edificio comunicaba, al verlo me asaltó la seguridad de que algo ahí me buscaba, por lo que atravesé el enrejado y los diez u once metros que separaban al edificio de la calle. Junto la puerta de entrada, a la derecha, había una especie de obelisco. Me detuve a contemplarlo y una sensación de paz inundó mi pecho. Abrí la puerta de calle y entré. Desde fuera había visto que en el hall no había nadie. Despacio me adentré en el templo. Estaba demasiado limpio, demasiado iluminado, como un hospital. Alcancé a ver hacia el esquinero del pasillo principal la puerta entreabierta de un despacho y a una señora de unos treinta y cinco, treinta y seis años, hablando con un anciano. Me dirigí hacia allí. Cerca de la puerta las voces se aclararon. Por lo que alcancé a oír deduje que la señora se estaba confesando. Pasé por delante de ellos sin que me prestaran atención y tomé un pasillo lateral que era más ancho pero de menor longitud. Cerca del fin del pasillo hallé una habitación pequeña que, por tener las paredes, la mesa y el piso sembrados sin orden por libros, tenía apariencia de biblioteca, a pesar de lo que sentía íntimamente que se trataba de un cuarto de culto. Sabía que allí dentro, en alguna parte, se encontraban los bancos de los feligreses aunque no se los viera y aunque fuera imposible que allí estuvieran dadas las dimensiones del cuarto. La puerta de entrada era demasiado ancha y petisa, tuve que agacharme al entrar para no golpearme la cabeza contra el dintel. En el cuarto los libros me llamaron y comencé a revolverlos en busca de una verdad. Todos eran viejos y tenían tapas de cartulina fina de colores chillones.
Mientras me entretenía con los libros me fui calmando y me olvidé de mi angustia anterior. Pero de repente sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Me di vuelta y la encontré parada detrás mío con expresión de asombro. Era joven y tenía la piel del rostro clarísima, lo que hacía contraste con la negra cabellera que llegaba apenas hasta sus hombros. Tenía una polera negra que se ajustaba a su respiración, que dejaba escapar con coquetería las puntas de los dedos. Sus ojos eran marrones.“¿Sí?”, le dije. “Me llamo Julienne”, respondió susurrando con su voz, “no te había visto por acá ¿sos nuevo?”. Con rápidez inventé una excusa. Me sorprendío con alegría que ella tomara mis palabras tal como se las iba dando, sin desconfiar de ellas, y que pronto me ofreciera su confianza.
Era la noche cuando me acompañó hasta la salida y empecé a sentir que ya no estaba solo. De pronto me encontré imaginándome con ella. Y las palabras me rodearon, inundaron mi boca aunque yo no pensara en decir nada, aunque yo de verdad no pensara en decir nada. Y una sonrisa prosperó en mi boca.
Me sentó junto a ella en el cordón de la vereda y pude saber la verdad. En el silencio mirábamos estrellas, y dije, de repente: “Esto parece un milagro”.
Ella me vió en los ojos con una sonrisa oscura y dijo: “¿Quieres un milagro? Sé hacer milagros”. Me sorprendí, y mi respuesta fue silencio. Ella insistió: “¿Quieres un milagro?¿Prefieres quedar ciego o sordo?” “No, gracias, no me gusta esa clase de milagros”, contesté. “Bueno, pero para probártelo no voy a perjudicar a otra persona”.
Volví a mirar el cielo justo cuando pasaba una estrella fugaz. Tomé a Julienne de la mano y me paré. Me despedí. Sin soltar mi mano ella preguntó cómo me llamaba -aún no le había dicho mi nombre- y al querer responderle me equivoqué y sonreímos. Después las manos se soltaron. Mientras me alejaba ella dijo: “No te pierdas”.
No poseer lo que se desea, a esto se limita el infierno. Pero aún peor es poseer lo que se ama y sentir en todo momento como el bien único se disgrega, se derrite y huye entre los dedos... y no tener valor para abrir la mano y abandonar el tesoro entero; sino apretar siempre más fuerte los dedos y gritar y suplicar ¿para conservar qué? Sólo un pequeño rastro de oro, precioso, en la palma de la mano.
¿Viste como corre el agua por la superficie de las ventanas cuando llueve? Así corrieron las lágrimas por mis mejillas. Estaba lo que se dice abandonado, solo.

8 comentarios:

A.F. dijo...

te voi a leer weboon...

peregrina dijo...

De verdad es muy bueno, cuando leí el título creí que ibas por el lado borgiano, pero le diste tu impronta personal. Rescato frases que me impactaron :"No poseer lo que se desea, a esto se limita el infierno".
No puedo evitar ver algún detallecito mínimo ( es la rofesión) pero el texto es muy bueno
Un abrazo

A.F. dijo...

ey!, buen texto, la vida ordinaria no lo es tanto segun los japoneses y la volá de los Satori...

Te leo.

Anónimo dijo...

hablaba de la brevedad de la felicidad...me gustoo tu texto.


saludos

mismilesimas dijo...

Me encanto tu texto...
Y eso de "No poseer lo que se desea, a esto se limita el infierno". Me gustó más. Porque conocí a alguien que me alucinó pero no es posible... Y me hace sentir en el infierno. Te repito me encantó...

Federico dijo...

Pah, buenisimo!. Soy medio reticente a leer posts largos pero este me fue llevando. La verdad me gustó mucho y el final me parece más que real, es tal cual así. Felicitaciones.

Saludos

Anónimo dijo...

I have anything but love.
No me diga que eso es peor que el infierno de no tener nada.
Bueno, de todas maneras le deseo suerte y espero que Lore se avive de cuánto Ud. la ama.
Salú!

Anónimo dijo...

No hay mejor amor que el que ya paso, se siente al decir adios
dijo el poeta
Hay un minuto que es la vida, por ese instante nos movemos..
digo yo, ahora bien: que nos queda?
la eternidad, que dura un instante