Las aspas del ventilador que suspende del techo remueven el paso del tiempo. Estoy solo. Sobre la cama mi cuerpo húmedo se va adormeciendo, resignado a una vida no demasiado movida, al cotilleo de los vecinos y la monótona grosería del trabajo. Me he vuelto incapaz no ya de ser otro si no de la misma voluntad de ser otro.
Nada acaece sin plan, sino con un fin y con necesidad. Es posible que no supiera exactamente lo que quería hacer. ¿Quién de nosotros lo sabe? Me daba lo mismo una mujer que otra, el invierno que el verano, me negaba a hacer distinciones entre detalles de segundo orden: todas las noches eran iguales. Resuelto a olvidar que la soledad nada más puede servirnos cuando nos resulta imposible sufrirla y luchamos y rogamos para terminarla llevaba en mis espaldas una carga que ni siquiera podía imaginar.
Ella me miraba enternecida, abobada. Jamás mirada parecida se había posado en mí. El aire parecía más breve y despreocupado. “Apuesto a que ella piensa en cuántos idiomas es capaz de jugar al juego”, pensé y le sonreí. Ella también sonrió y sonrisa me llenó de un elevado sentimiento de placer, como si me hubieran crecido alas en la espalda.
Sé que en este mundo todo es pasajero, y eso hizo que aproveche ese momento de comunión. Me acerqué hasta ella y la tomé del brazo. Caminamos por Alsina. Entramos a un café. Entre medio del ruido y el humo descubrí una mesa libre. Allí nos sentamos. Algo sirvió el mozo, que ella tomó gustosa. Mientras yo jugaba a medir mi sudor examinando la superficie empañada del vaso. Algo se cayó.
Vuelvo a tener conciencia de que respiro el aire del cuarto, la ineficacia de los recuerdos muertos, sus rastros transformados. El calor sofoca y mi mano se apresura a llevar el ventilador a una velocidad superior.
“Porque estoy feliz de estar contigo. Porque estoy feliz de que existas. Puede que te quiera mucho, pero por eso mismo será mejor que nos quedemos tal como estamos. Puede que un hombre y una mujer estén más cerca uno del otro cuando no viven juntos y cuando simplemente saben que existen y que están agradecidos por existir y por saber el uno del otro. Y sólo con esto les basta para ser felices. Te agradezco, te agradezco que existas”. Casi cantaba al hablar, casi sumergía lo que iba diciendo en la música de una tonada infantil.
Me preví viviendo para un cuerpo que ya no sirve, para lágrimas sosas y repentinas. Cualquier pasión o fe sirven a la felicidad en la medida que son capaces de distraernos, en la medida de la inconciencia que puedan darnos.
El vendaval que arrojan las aspas del ventilador comprime las gotas del sudor contra mi piel. Me acostumbro a no ser ya yo mismo, a ser sólo una sombra de mí mismo.
¿Cómo explicar mi cansancio, este aspecto de cosa manoseada y anónima que sólo conocen los objetos condenados a las peores humillaciones? Era yo cuando aprovechábamos una pausa y la convertíamos en un silencio que se remataba con el ruido de su respiración. Volvía a vivir cuando, alejado de lo cotidiano, del ajetreo y la nunca dominada cordialidad profesional, sentía rejuvenecer mi cuerpo, atravesaba con los ojos los vidrios de las gafas y de la ventana para dejarme acariciar el lomo por las olas de un pasado remoto, abandonado, mirar el jardín y la calle, la luz del sol o el mal tiempo.
Le acaricié la mejilla con un solo dedo monótono. Sensiblemente comprendí que estaba sabiendo durante semanas que yo y mi vida no eran otra cosa que moldes vacíos, meras representaciones de un viejo significado mantenido con indolencia, de un ser arrastrado sin fe entre personas y rutinas, entre calles y horas, a través de la ciudad. En realidad no soy nadie: un nombre, tres palabras.
La gente cree que está condenada a una vida, hasta la muerte, y sólo está condenada a un alma, a una manera de ser. Se puede vivir muchas veces, muchas vidas más o menos largas. Y mientras aquellos se pasan la vida colgados de una soga o pegando puñetazos sobre la mesa, yo me la paso trasmigrando de un cuerpo a otro, de un lugar a otro, yo no me canso de trasmigrar.
La compadezco por su servidumbre a la felicidad y el engaño, admiro su capacidad de ser dios para cada intrascendente, sucio momento de su vida; envidio aquel don que la condena a crear y dirigir cada circunstancia mediante seres míticos, recuerdos fabulosos, personajes que se vuelven polvo ante el amago de cualquier mirada.
Desde las puertas entornadas llega la brisa de primavera. Ya no tengo nariz para olerla; sólo alcanzo el recuerdo, la inútil sensación de las viejas primaveras en las que acaso estuve olfateando otras ya pasadas, prometiéndome alcanzar la intimidad con un octubre próximo. Jamás había pensado que ahí dentro, en mi cabeza, podía contener una soledad tan grande como la que brinda el océano Pacífico. Soy por un instante el absurdo creído, la nada intelectualista. Invoco la paz y la alegría de estar casi vivo que habían descendido siempre hacia mí desde el techo de la habitación. Me inunda la vieja imposibilidad de actuar, la automática postergación de los hechos. Me convenzo de que no estoy aquí. Quedo vacío, obligado a admitir que no existo. Todo está bien y nada me importa.