22.7.05

Arisca (cuento)

En el sueño el cosquilleo era del agua que me recorría dulce, pero era un agua rara que no refrescaba, que la única felicidad que daba al cuerpo desnudo era un hormigueo quedo, pícaro. Entonces me di cuenta de que no era agua. "¡Hormigas!", grité abriendo los ojos. Algunas volaron espantadas. Mientras tanteaba bajo la cama buscando mis lentes descubrí que no se trataba de hormigas sino de vaquitas de San Antonio. Eran muchas y pequeñas, sus lomos colorados con manchitas negras se entretenían en visitarme. Acaso la capa de salitre que el sudor iba esparciendo las había invitado a posarse sobre mí. El enojo desapareció, al punto volvió la imagen del campo y en él mi abuela diciéndole al niño que fui que eran criaturas mágicas que traían suerte, y que había que tratarlas bien. Por eso no quise espantarlas. Solas, cuando atiné a pararme, dejaron mi cuerpo.
Encendí la radio y levanté al máximo el volumen, para poder escucharlo aún bajo la ducha. Había empezado el crepúsculo. A través de la ventana veía al sol redondo y amarillo ya cansado detrás de los árboles, gigante que se iba agrandando más y más según se acercaba al piso. Hice coro con la radio mientras me bañaba. Luego de vestirme y preparar la pava y el mate, salí al patio.
Entonces me di cuenta de lo que estaba pasando. Una brisa fresca y marina acarició mi rostro: el aroma de lluvias que tanto se deseaba había llegado. Dejé la pava y el mate junto al silloncito. Sin apuro fui recorriendo el patio, inspeccionando el color en las hojas, dejándome invadir por los perfumes. Las vaquitas volvieron y se posaron en mis hombros. Mis labios recordaron unos versos de Wilcock: "Ahora comienzo a recordarte hasta cuando estoy corriendo, a mostrar el amor que desciende de los hombros como amatistas considerables". Estaba frente a una maceta cuya etiqueta decía "Adriadna". Ella, poco antes de desaparecer, les puso nombre propio a las plantas, acaso sabiendo la cortedad de su futuro, acaso segura de lo estéril de su vientre, vientre que nunca le daría ocasión de legar nombre a otra persona. Varias veces, cuando tonteábamos entre esas mismas plantas, la había escuchado alardear de su destino de arena. "Por eso", decía, "soy arisca. Nada puede echar raíces en la arena". Yo le replicaba diciendo que a veces se mezcla tierra buena con arena en las macetas para que las raíces puedan holgarse en los terrones, hincharse y crecer. Eso no la contentaba. Había algo dentro de ella que hervía constantemente, que no la dejaba estar quieta, que la quemaba. Pasaba las horas sola en el patio, y lloraba cuando creía que no la veía, sus lágrimas se secaban al apenas rozar las mejillas, como si cayeran sobre tierra reseca. Un día en el que paseaba solitaria se largó a llover con fuerza, y enseguida granizó. La pedrada la alcanzó mas ella no se inmutó, siguió quieta viendo a sus plantas. Un vapor comenzó a brotar de su cuerpo, la humedad fría y cristalizada se volvía nube contra ella. Una sonrisa extraña se apoderó de su rostro, que fue cubierto por la humareda que era cada vez más espesa y que alcanzó a cubrir todo el jardín. Tuve miedo y salí corriendo al patio, para abrazarla, y ya no la alcancé, ella se había esfumado.
Las vaquitas dejaron mis hombros. Con una sonrisa yo también acepté mi destino. Miré hacia el cielo y vi el agua que atravesaba el espacio en mi busca. Comencé a cantar, haciéndole coro a la radio. Los primeros gotones cayeron en mi cuerpo, que se volvió barro, que se volvió tierra por el simple toque del agua. Y me fui desgranando al ritmo de la lluvia. Al terminar la canción yo ya no le hacía coro a la radio.

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