15.8.05

carta - cuento

El sobre sobre la mesa nada más tenía tres palabras en su lomo con letra chica, apurada. Eso era su nombre. Nada más. Ni estaba su dirección ni el nombre del remitente, ni había estampillas o un sello postal. Nada. Sólo el sobre sobre la mesa como al descuido, para que él ahora lo descubriese y se sorprendiera. Lo agarró y se quedó mirándolo. No quería creer lo que ya venía entendiendo: esa letra le era conocida... pero no, no podía ser. Rompió el sobre en un costado y desplegó el papel que anidaba en su interior. La letra era la misma que la que se había utilizado para su nombre en la cara del sobre, pero ahí dentro estaba desprolija, hasta si había palabras tachadas, como si la letra destinada a quedarse por fuera del sobre hubiera sido tratada con esmero por ser pública mientras que en la escondida su remitente se había preocupado más en lo que quería decir que en el pura imagen estética de las palabras. Si claros se notaban los restos de esa lucha en el remitente por encontrar las palabras justas, adecuadas al sentimiento que quería transmitir. Sentimiento que, como las palabras que trataban encerrarlo, tampoco era claro. La lectura confirmaba lo que se adivinaba en la grafía: había largos párrafos que con entusiasmo intentaban decir algo, pero ese algo todo el tiempo era callado, de modo que al concluir la lectura uno se encontraba sin más información que al comenzarla, lo único que se alcanzaba a comprender era esa necesidad de decir. El silencio era quien mandaba, bien se notaba que las palabras aventureras que habían querido decir más de lo permitido habían sido muertas por tachones violentos, que nada habían dejado de ellas más que el rastro oscuro de su ausencia. Y el silencio acusaba el hecho que la esperanza del remitente estaba puesta en que él entendería, en que no era necesario decir más, en que de las pistas mínimas dejadas a lo largo de la carta él adivinaría lo no-dicho, y actuaría en consecuencia.
Toda esta primer lectura la había hecho caminando por el cuarto, como contagiado por el nerviosismo que el remitente había tenido al escribir la carta. Una vez terminada la lectura como golpeado se dejó caer en una silla. Al sentarse aflojó los brazos y la carta se le escapó de los dedos. Era larga, cuatro hojas de letra pequeña y anudada.
Cerró los ojos. Una oscuridad espesa lo fue rodeando, cubriendo, aplastando. Duras presencias nacían de esa oscuridad, y lo mordían, y se le metían bajo la piel, y lo desangraban. Los ojos comenzaron a arderle y llevó sus manos hasta ellos, para frotarlos. Y se dio cuenta que estaba llorando...
Entonces volvió a abrir los ojos. Tratando de calmarse fue acomodando su respiración. Luego tomó la carta de nuevo.
Ahora las manos no querían tener la carta por lo que debía obligarlas a sostenerla. Y mientras las obligaba trataba de releer lo escrito, con el deseo de haberse equivocado en su interpretación en la primer lectura. Más eso era imposible. Las palabras que leía eran las mismas que había leído y a su entendimiento repetían lo que ya había entendido. Encima las manos no querían quedarse quietas, y comenzaban a dolerle con un dolor profundo, punzante, ahí en la yema de los dedos, donde sostenía la carta. Por este dolor la carta se agitaba, y las palabras, aprovechándose, habían comenzado a bailar en la hoja. Y los ojos ya no podían ver qué era lo que se decía en la hoja, el papel agitado se iba volviendo nada, se iba volviendo nube. Y el dolor en los dedos aumentaba, y era un dolor fortísimo, como si estuviera tomando entre los dedos una plancha de acero caliente al rojo. Cuando descubrió esto -que el papel le estaba quemando las manos- trató de soltarlo, pero ya era tarde, la carne chamuscada se había pegado al papel. El olor de carne asada iba inundando el cuarto. Nuevas lágrimas se evaporaron en su rostro. Y el fuego en las manos se fue haciendo cada vez mayor, tomando el resto del cuerpo. Sentado en la silla se consumió en llama viva.

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